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26 de septiembre de 2005

Irlanda mejora, España no

El IRA ha inutilizado sus arsenales. Así lo atestiguan los miembros de la Comisión Internacional encargada de supervisar el cumplimiento de ese compromiso republicano, clave del proceso de paz irlandés.

Se trata de una medida material pero, sobre todo, de un gesto simbólico. Como lo sería la disolución formal de la propia organización. De hecho, el abandono de las armas es una forma de disolución: si no hay armas, no hay organización armada.

Pero insisto: es sobre todo un gesto simbólico. Lo que tiene de material podría neutralizarse. Cabe dejar hoy las armas y volver a tomarlas mañana. ¿Que se han destruido unas? Se empuñan otras. El IRA conoce de sobra cómo funciona el mercado negro internacional y sabe a qué puertas podría llamar, si quisiera.

Para comprar armas, basta con tener dinero. Y al IRA no le falta.

Y para robarlas se necesita todavía menos.

La mayor prueba de que el IRA ha abandonado la lucha armada la proporciona un elemento que es inmaterial, pero evidente: su clara determinación de hacerlo. Y la mejor garantía de que no se va a echar atrás a la primera de cambio la aporta la población irlandesa republicana —«católica», que dicen otros—, que ha apostado por la lucha exclusivamente política.

Claro que no lo ha hecho porque sí, ni a cambio de nada. El Gobierno de su Risible Majestad ha tenido que tragar lo suyo. No se ha rendido, ni mucho menos, pero ha admitido finalmente que ahí hay un conflicto histórico de naturaleza política y que los irlandeses deberán decidir por sí mismos lo que van a hacer. Todo con muchos matices, todo con muchas condiciones, todo con muchos plazos, pero todo eso, que no es poco. Y más: también ha tenido que resignarse a la idea de que los combatientes del IRA abandonarán las cárceles.

Muchísimas veces se ha hablado entre nosotros de las abismales diferencias que hay entre el conflicto de Irlanda del Norte y el de Euskadi. Se ha hablado tanto, y con tan poca razón aparente, puesto que nadie ha defendido jamás la tesis opuesta, que ya aburre insistir en ello. Pero lo que no veo que nadie haya negado jamás —y me alegro, porque sería demasiado estúpido hacerlo— es que todos los procesos de pacificación tienen determinados aspectos en común.

Leo en la prensa de hoy (en El País, en concreto) un sondeo según el cual una muy amplia mayoría de los españoles acepta que el Gobierno «abra un diálogo» con ETA pero, a la vez, rechaza que el logro de la paz pueda implicar ninguna concesión de cierto peso, incluyendo medidas de gracia para los reclusos de la organización. El mero contraste entre esas dos ideas (la mayoría respalda que haya «un diálogo», pero a una de las partes sólo le concede la oportunidad de rendirse) ilustra sobre lo lejos que estamos aún de las condiciones que se requieren que se produzca un diálogo digno de ese nombre.

No creo que los puntos de vista predominantes en la opinión pública sean inmutables. Y menos éstos, inducidos en muy buena medida por la labor machacona que han realizado los principales medios de comunicación en los últimos años. Pero, si esas ideas han de ser reconducidas, más vale que quienes lo pretendan se pongan seriamente manos a la obra ya mismo. Porque no les va a faltar faena.

Apuntes del natural

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