Clarín
Eduardo Aliverti. Periodista*
San Sebastián y algunos de los pequeños pueblos lindantes, como Zarautz y Fuenterrabía, son lugares que no debería obviar ningún viajero que se precie de saber hurgar más allá de los circuitos turísticos tradicionales.
Es recomendable llegar en tren y mucho mejor si es en el invierno europeo, porque el escarpado recorrido montañoso, húmedo y con permanente capacidad de sorpresa, prepara de maravillas para disponerse a encontrar un territorio "propio" de códigos precisos. En lo estético, San Sebastián es una suerte de París en chiquito a la que socialmente se le corresponde, por un lado, el porte y la finura de los vascos de clase acomodada; y por otro, el aroma combativo que desprenden los sectores populares, los bodegones obreros, los trabajadores de calles y mercados. A los unos y a los otros los une un espíritu de amor por el terruño que al viajero le queda tan claro como el buen trato que le dispensan, distante y afectuoso a la vez. Los vascos impresionan como desconfiados respecto del forastero (si es por eso, no más que franceses y griegos); es fácil percibir que recurren a su mítico idioma cuando advierten tal presencia, y prefieren entenderse sólo entre ellos. Hacen sentir que efectivamente son un país aparte, pero con la misma contundencia se entregan abiertos y cálidos al diálogo una vez que toman confianza.
Si a San Sebastián le cabe esa definición de variante parisina —sólo para trazarse una composición de lugar— de aquellas localidades vecinas podría decirse que reproducen el abroquelado edilicio y colorido de un pueblito suizo o alemán. Con lo cual tenemos algo así como la síntesis visual de una buena parte de la Europa más promocionada, pero nutrida de la personalidad vasca. Se come entre muy bien y como los dioses en cualquier lugar, y no sólo los productos de mar: desconozco por qué no tienen fama las diversas formas —sencillas, abundantes y de aroma inconfundible— en que preparan el cordero y el pato. Ni qué hablar de la suculencia de las sopas que sirven en las tabernas, muchas de ellas con largas mesas o taburetes en los que uno se codea con el comensal vecino con una naturalidad que jamás molesta. También es buena la hotelería, aun la más sencilla, y eficientes sus servicios. Y hay algunos centros de despacho rápido, del tipo de las ferias que hubo en Buenos Aires hace ya muchos años, con alimentos frescos que son una fiesta para el placer gastronómico.
El mar está pegado a edificios coquetos que se empalman con angostas callejuelas empedradas similares a las toledanas, que a su vez se engarzan con los muelles y con una rambla limpia y de medida justa para sentirse cerca de todo. Una cajita casi de cristal, en una palabra, con otras varias cajitas de igual tipo en sus alrededores. Esa geografía y esos vascos merecen largamente que se los conozca.
*Conduce "Marca de radio" en radio Rivadavia y es rector de ETER.
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