Por Javier Ortiz
Es extraordinario el poder que puede tener la palabra.
Hace 15 días, Pablo Muñoz, periodista, director editorial del grupo Noticias, fue detenido e incomunicado –ustedes lo recordarán– por orden del titular del Juzgado Central de Instrucción número 5, Baltasar Garzón. Según ha quedado ya establecido, el único elemento de tipo inculpatorio que respaldó la decisión del juez fue el testimonio de otro periodista, Jean Pierre Harocarene, vinculado a la Cadena Ser en Irún, detenido con anterioridad bajo la acusación de haber intermediado en operaciones de extorsión en beneficio de ETA. En su testimonio ante el juez Grande-Marlaska, Harocarene aseguró que Pablo Muñoz también había facilitado el pago del impuesto revolucionario de un empresario navarro.
Y es a eso a lo que me refiero cuando hablo del extraordinario poder que puede tener la palabra. Porque Harocarene no aportó ningún dato concreto que respaldara su acusación contra Muñoz. Lo dijo, y eso bastó.
Bastó, en primer lugar, para que el Ministerio del Interior emitiera el 11 de julio una nota de prensa en la que se afirmaba que «las investigaciones han permitido acreditar (...) que Pablo Muñoz Peña realizó funciones de mediación entre el sector empresarial navarro y la citada red de extorsión etarra (...), formando parte, por lo tanto, de su estructura». Ya ven: la palabra de Harocarene quedó convertida, por obra y gracia del Ministerio de Pérez Rubalcaba, en resultado de unas «investigaciones» (!), que habían permitido «acreditar» (!!) la pertenencia de Muñoz a «la estructura» de la red de extorsión de ETA.
La palabra de Harocarene tuvo otro efecto taumatúrgico no menos trascendente: movió al juez Garzón a ordenar la detención incomunicada de Muñoz, pese a que éste, al saber de la acusación lanzada por Harocarene –de la que se tuvo noticia por la enésima filtración procedente de la Audiencia Nacional–, manifestó su plena disposición a declarar voluntariamente.
El magistrado, tras tomarse tres días de pausa –cosa de permitir que el detenido disfrutara de las delicias de la detención incomunicada, sin duda–, procedió a interrogarlo. Fue entonces cuando empezó a flaquear su hasta entonces inquebrantable fe en la palabra de Harocarene. Se decidió entonces a organizar un careo entre Pablo Muñoz y él, lo que estuvo lejos de disipar sus dudas, puesto que el acusador empezó a vacilar, hasta el punto de decir que en realidad él no tenía «constancia» de lo que había declarado.
Y ahí es donde llegamos al cénit de este episodio judicial no demasiado estelar. Me refiero al momento en el que el juez, por razones que puedo suponerme pero no atribuirle, optó por poner a Muñoz en libertad, sí, pero bajo fianza de 4.000 euros, pagaderos al cabo de cuatro días. Pese a mi ya dilatada experiencia en materia de actuaciones de Garzón, ésta logró volver a sorprenderme. ¿No se supone que las fianzas están para procurar que el encausado no eluda la acción de la justicia? Entonces, ¿a qué viene eso de permitir que la pague varios días más tarde? ¿Cree alguien, por otra parte, que será para no perder las 665.544 pesetas de la fianza por lo que Muñoz no va a pasar a la clandestinidad o fugarse a Brasil? Y, en fin, una de dos: o el juez cree que Pablo Muñoz pertenece «a la estructura de la red de extorsión de ETA», como afirma Interior, o cree que no. Si la respuesta es sí, no pinta nada en libertad, y menos con una fianza tan ridícula. Y si es no, carece de sentido dejarlo en libertad provisional. Lo que procedería es desvincularlo de la causa y pedirle disculpas por el daño que se le ha causado.
Claro que en ese caso tendrían que explicar por qué concedieron tanto valor a una palabra no respaldada por ninguna prueba. ¿Tal vez cumplieron esa regla tan estúpidamente humana que mueve a muchos a creer a pie juntillas a quien les dice lo que están deseando oír?
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